Maldiciones egipcias
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Maldiciones egipcias
A pesar de su relativamente corta trayectoria, la historia de la egiptología esta repleta de infinidad de relatos y anécdotas increíbles y curiosos, unos relatos en los que sentimientos encontrados, ambiciones ilimitadas, torpezas imperdonables, comportamientos heroicos, o casualidades impredecibles, se dan la mano de la forma más inextricable y sorprendente. Sin embargo, dentro de estas historias ha habido pocas que hayan levantado tanta polémica como las relativas a las presuntas “maldiciones” derivadas del acto de violar el eterno reposo de los moradores de tumbas.
Hablar de maldiciones implica antes que nada anotar que existen dos tipologías esenciales: una, las que los antiguos egipcios destinaban con claridad a sus propios congéneres; y otra, las que la prensa actual, con más espíritu efectista que rigor científico, ha creído ver en nuestros días. Y de entre estas últimas, la que sin lugar a dudas mas “ríos de tinta” ha hecho correr, fue la que teóricamente generó el descubrimiento y apertura de la tumba de Tutanjamón en 1.922 por el arqueólogo Howard Carter, quien trabajaba por cuenta del noble inglés lord Carnarvon, sobre todo a raíz de que este último muriese en El Cairo apenas cinco meses después de dicho descubrimiento... Lo más curioso del caso es que en el mismo instante en que se producía tal fallecimiento, cerraba asimismo para siempre sus ojos en su castillo de Inglaterra su perra favorita, Susie, y se apagaban todas las luces de la capital egipcia, a pesar de que el suministro de electricidad estaba a cargo de seis generadores independientes.
Esta muerte, que en cualquier otro caso hubiera pasado desapercibida, (ya que hacía mucho tiempo que el citado noble padecía una malísima salud como consecuencia de un grave accidente automovilístico sufrido años antes), tuvo sin embargo una muy amplia repercusión en los más diversos medios de comunicación, quizá debido a que en el curso de los años siguientes mas de una treintena de personas relacionadas con la apertura de la susodicha tumba murieron asimismo, personas entre las que cabe citar un estrecho colaborador de Carter, el arqueólogo Arthur C. Mace, (a consecuencia de unas fiebres cuya causa nadie supo diagnosticar), un amigo personal de lord Carnarvon, el multimillonario George Jay-Gould, (fallecido asimismo de fiebres pocas horas después de visitar la tumba), o el radiólogo inglés Archibal Douglas Reed, (quien había examinado la momia de Tutanjamón con Rayos X).
Una leyenda adicional que se cuenta sobre este caso es que en la tumba del joven rey se había hallado una tablilla de arcilla con una maldición grabada, (tablilla de la que por cierto no se tiene el menor rastro en la actualidad), y de la que se dice que fue borrada del primer inventario para evitar que cundiese el pánico entre los obreros excavadores al conocer su existencia.
Esta presunta maldición no es sin embargo la única, ya que hubo diversas ocasiones mas en las que hechos en algunos casos fortuitos, en otros claramente previsibles, dieron pie a que la prensa de la época los tachara de frutos de presuntas maldiciones. Uno por ejemplo ocurrió durante la época de la llamada Revolución Industrial, cuando un empresario norteamericano dueño de fabricas de papel, debido a la escasez de una de las materias primas con las que confeccionaba su producto, los trapos viejos, decidió emplear como substitutivo de estos vendas de momias egipcias, las cuales obtenía a menos de 6 centavos el kilo. El problema surgió cuando debido a las sustancias bituminosas con que las vendas estaban impregnadas, el papel resultante aparecía teñido de una indeseable tonalidad marrón, por lo que el único uso que se le pudo dar fue para envolver carne. Este lucrativo negocio dejó de llevarse a efecto en el momento en el que por tan desafortunado empleo se declaró una epidemia de cólera entre un destacado número de los trabajadores que tuvieron contacto con tan particulares materiales.
Y otro caso en el que se habló de un grave accidente como consecuencia de una maldición es cuando se hundió en el mar en 1.912 sin completar ni tan siquiera su primer viaje el más famoso de los barcos de todos los tiempos: el Titanic. Al parecer se dijo que había sido debido a que en él viajaba la momia de una sacerdotisa de la época de Amenhotep IV, la cual aunque en teoría debía haber sido transportada en las bodegas del barco, fué colocada sin embargo detrás del puente de mando.
Respecto a las maldiciones que nos han llegado de la antigüedad, la característica más sobresaliente es que no debían hacerse efectivas “en este mundo”, sino que estaban más bien destinadas a cumplirse “en el Más Allá”. Así, una forma muy habitual de ellas eran las fórmulas que se grababan en las tumbas como mensajes de advertencia a los profanadores, fórmulas que si bien cambiaban en cuanto al contenido, no ocurría lo mismo sobre su esencia, siendo un prototipo de este género la que decía: “Que el cocodrilo en el agua y la serpiente en la tierra estén contra aquellos que hagan cualquier clase de mal contra esta tumba, porque yo no he hecho nada contra él y ellos serán juzgados por Dios”.
Modelos mas concretos de esta clase de mensajes serían por ejemplo el grabado en el enterramiento de un dignatario del reinado de Amenhotep III, llamado Ursu, que reza: “El que profane mi cadáver en la necrópolis y rompa mi estatua en mi tumba será un hombre odiado por Ra; no podrá recibir agua en el altar de Osiris, morirá de sed en el otro mundo, y no podrá transmitir sus bienes a sus hijos”. O el de la tumba de Peteti, artesano que trabajó en la construcción de las Pirámides, quien hizo escribir en su morada de eternidad lo siguiente: “Nunca hice nada malo en mi vida, por eso los dioses me aman. Si alguien toca mi tumba, se lo comerá un cocodrilo, un hipopótamo y un león”, maldición con la que por cierto su esposa no debía estar del todo satisfecha, ya que parece ser que hizo añadir a continuación: “y un escorpión, y una serpiente”...
De todos modos, se crea o no en el influjo de las maldiciones, lo cierto es que los egipcios sí creían firmemente en su existencia. De hecho, cuando un personaje de cualquier rango traspasaba con sus actos los límites de la legalidad, podía ser castigado de múltiples formas: a través de su ingreso en prisión, por medio de torturas como bastonazos, retorcimiento de tobillos y muñecas o mutilaciones, e incluso llegándose a la pena de muerte. Pero si sus faltas o delitos trascendían virtualmente todo lo imaginable, su condena podía hacerse extensiva a su futura vida en el Más Allá a través de una forma de maldición que entre otras acciones implicaba borrar su nombre de cuanto soporte físico lo contuviese, una forma no solo de condenar al olvido eterno su paso por la vida, sino también de lograr que al no poder ser pronunciado dicho nombre, la persona en cuestión “dejase de existir”.
Hablar de maldiciones implica antes que nada anotar que existen dos tipologías esenciales: una, las que los antiguos egipcios destinaban con claridad a sus propios congéneres; y otra, las que la prensa actual, con más espíritu efectista que rigor científico, ha creído ver en nuestros días. Y de entre estas últimas, la que sin lugar a dudas mas “ríos de tinta” ha hecho correr, fue la que teóricamente generó el descubrimiento y apertura de la tumba de Tutanjamón en 1.922 por el arqueólogo Howard Carter, quien trabajaba por cuenta del noble inglés lord Carnarvon, sobre todo a raíz de que este último muriese en El Cairo apenas cinco meses después de dicho descubrimiento... Lo más curioso del caso es que en el mismo instante en que se producía tal fallecimiento, cerraba asimismo para siempre sus ojos en su castillo de Inglaterra su perra favorita, Susie, y se apagaban todas las luces de la capital egipcia, a pesar de que el suministro de electricidad estaba a cargo de seis generadores independientes.
Esta muerte, que en cualquier otro caso hubiera pasado desapercibida, (ya que hacía mucho tiempo que el citado noble padecía una malísima salud como consecuencia de un grave accidente automovilístico sufrido años antes), tuvo sin embargo una muy amplia repercusión en los más diversos medios de comunicación, quizá debido a que en el curso de los años siguientes mas de una treintena de personas relacionadas con la apertura de la susodicha tumba murieron asimismo, personas entre las que cabe citar un estrecho colaborador de Carter, el arqueólogo Arthur C. Mace, (a consecuencia de unas fiebres cuya causa nadie supo diagnosticar), un amigo personal de lord Carnarvon, el multimillonario George Jay-Gould, (fallecido asimismo de fiebres pocas horas después de visitar la tumba), o el radiólogo inglés Archibal Douglas Reed, (quien había examinado la momia de Tutanjamón con Rayos X).
Una leyenda adicional que se cuenta sobre este caso es que en la tumba del joven rey se había hallado una tablilla de arcilla con una maldición grabada, (tablilla de la que por cierto no se tiene el menor rastro en la actualidad), y de la que se dice que fue borrada del primer inventario para evitar que cundiese el pánico entre los obreros excavadores al conocer su existencia.
Esta presunta maldición no es sin embargo la única, ya que hubo diversas ocasiones mas en las que hechos en algunos casos fortuitos, en otros claramente previsibles, dieron pie a que la prensa de la época los tachara de frutos de presuntas maldiciones. Uno por ejemplo ocurrió durante la época de la llamada Revolución Industrial, cuando un empresario norteamericano dueño de fabricas de papel, debido a la escasez de una de las materias primas con las que confeccionaba su producto, los trapos viejos, decidió emplear como substitutivo de estos vendas de momias egipcias, las cuales obtenía a menos de 6 centavos el kilo. El problema surgió cuando debido a las sustancias bituminosas con que las vendas estaban impregnadas, el papel resultante aparecía teñido de una indeseable tonalidad marrón, por lo que el único uso que se le pudo dar fue para envolver carne. Este lucrativo negocio dejó de llevarse a efecto en el momento en el que por tan desafortunado empleo se declaró una epidemia de cólera entre un destacado número de los trabajadores que tuvieron contacto con tan particulares materiales.
Y otro caso en el que se habló de un grave accidente como consecuencia de una maldición es cuando se hundió en el mar en 1.912 sin completar ni tan siquiera su primer viaje el más famoso de los barcos de todos los tiempos: el Titanic. Al parecer se dijo que había sido debido a que en él viajaba la momia de una sacerdotisa de la época de Amenhotep IV, la cual aunque en teoría debía haber sido transportada en las bodegas del barco, fué colocada sin embargo detrás del puente de mando.
Respecto a las maldiciones que nos han llegado de la antigüedad, la característica más sobresaliente es que no debían hacerse efectivas “en este mundo”, sino que estaban más bien destinadas a cumplirse “en el Más Allá”. Así, una forma muy habitual de ellas eran las fórmulas que se grababan en las tumbas como mensajes de advertencia a los profanadores, fórmulas que si bien cambiaban en cuanto al contenido, no ocurría lo mismo sobre su esencia, siendo un prototipo de este género la que decía: “Que el cocodrilo en el agua y la serpiente en la tierra estén contra aquellos que hagan cualquier clase de mal contra esta tumba, porque yo no he hecho nada contra él y ellos serán juzgados por Dios”.
Modelos mas concretos de esta clase de mensajes serían por ejemplo el grabado en el enterramiento de un dignatario del reinado de Amenhotep III, llamado Ursu, que reza: “El que profane mi cadáver en la necrópolis y rompa mi estatua en mi tumba será un hombre odiado por Ra; no podrá recibir agua en el altar de Osiris, morirá de sed en el otro mundo, y no podrá transmitir sus bienes a sus hijos”. O el de la tumba de Peteti, artesano que trabajó en la construcción de las Pirámides, quien hizo escribir en su morada de eternidad lo siguiente: “Nunca hice nada malo en mi vida, por eso los dioses me aman. Si alguien toca mi tumba, se lo comerá un cocodrilo, un hipopótamo y un león”, maldición con la que por cierto su esposa no debía estar del todo satisfecha, ya que parece ser que hizo añadir a continuación: “y un escorpión, y una serpiente”...
De todos modos, se crea o no en el influjo de las maldiciones, lo cierto es que los egipcios sí creían firmemente en su existencia. De hecho, cuando un personaje de cualquier rango traspasaba con sus actos los límites de la legalidad, podía ser castigado de múltiples formas: a través de su ingreso en prisión, por medio de torturas como bastonazos, retorcimiento de tobillos y muñecas o mutilaciones, e incluso llegándose a la pena de muerte. Pero si sus faltas o delitos trascendían virtualmente todo lo imaginable, su condena podía hacerse extensiva a su futura vida en el Más Allá a través de una forma de maldición que entre otras acciones implicaba borrar su nombre de cuanto soporte físico lo contuviese, una forma no solo de condenar al olvido eterno su paso por la vida, sino también de lograr que al no poder ser pronunciado dicho nombre, la persona en cuestión “dejase de existir”.
Fuente: http://www.arqueoegipto.net
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